domingo, 1 de marzo de 2015

Notas sobre Glosar rupestre de Jorge Aguilera López



Por Hiram Barrios

1.- La musa nació cantando

Los vínculos entre la poesía y la música son tan estrechos que ni los hábitos de lectura actuales pueden soslayarlos. Rapsodas, juglares, trovadores o troveros cantaron con la lira y esta herencia signó de forma definitiva el género, que por nada se conoce como lírico. El siglo XIX, cuando la poesía ya era, casi siempre, degustada en la hoja de papel, Téophile Gautier aseguró que el poema era para ser leído. Tras él han sido muchos los que han apoyado esta noción (Alfonso Reyes, entre ellos). Y es difícil imaginarlo de otra forma. El protocolo de lectura así parece exigirlo: adquirir un título de poesía, leerlo en la comodidad del hogar, en el claustro, en el barullo del transporte público o donde fuere, según el ánimo o la costumbre del lector. Las lecturas poéticas son pocas y sólo en estos espacios se rompe el hábito. Sin embargo, la poesía sigue siendo en esencia musical. Baste con enlistar a los autores cuyos versos suelen musicalizarse con ahínco: Antonio Machado, Miguel Hernández, Federico García Lorca, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Nicolás Guillén, Ernesto Cardenal, Juana de Ibarboru y un largo, larguísimo etcétera de poetas cuya palabra ha sido cantada.
            La vanguardia trató de rescatar la musicalidad del verso y de elevar el sonido a prioridad en el ejercicio de lo poético. No deja de ser curioso que, en la actualidad, colectivos de poesía intenten mostrar una vocación innovadora sólo por acompañar con música electrónica una composición poética. Quien escuche la discografía, por ejemplo, de Motín poeta entenderá. El denuesto por la musicalidad inherente, intrínseca del verso, es evidente en estos trabajos que parecen no entender la naturaleza misma de la palabra. Ejercicios lúdicos que merecen ser escuchados, pese a las taras que a todas luces exponen.

2.- El rock y la poesía

Ignoro el momento exacto en el que el rock y la poesía estrecharon la mano. Lo cierto es que desde los orígenes del género musical el coqueteo entre estos fue latente. Hay canciones cuyas letras son más poéticas que muchos textos que se precian de serlo, y viceversa, poemas a los que únicamente les falta el solo de guitarra para entonarse, voz en cuello, en un concierto de rock.  Los escritores de la Onda pusieron el dedo en el renglón. En la ruta de la Onda (1972), Parménides García Saldaña señaló la importancia del rock para la juventud de la década de los sesenta y principios de los setenta. Éste, portavoz de esa generación, y muchas otras que devendrán, representa una protesta cultural que cuestionó con vehemencia los valores en turno y la posición de la juventud frente a los aparatos de poder. El rock y la poesía empatan precisamente por ese hálito de rebelión, por el ánimo contestatario que les es natural.
            El rock mexicano de los setenta y los ochenta, con sus mezclas de ritmos autóctonos (el huapango, el son, el corrido, la música ranchera), sus exploraciones en los vericuetos verbales del lenguaje citadino, aunado a las peripecias y la filosofía de vida de la urbe, promovieron una forma muy particular de identificación entre la juventud que buscaba enarbolar una crítica social que respondiera a sus inquietudes más profundas. El rock, conocido con el calificativo de “rupestre”, legó juglares modernos que retrataron la intimidad de la ciudad con un lenguaje que reflejaba el habla de una juventud que entiende e interpreta su mundo de manera diferente a la de sus predecesores. El libro Rupestre (2013), de Jorge Pantoja, acaso sea el mejor referente para acercarse a este movimiento de mucha actualidad. La música de aquéllos comienza a despertar el interés entre la intelectualidad mexicana, no así las letras de estos juglares, en denuesto generalizado por la alta cultura, que siguen necesitando una aproximación veraz que redimensione su contenido y su forma literaria, pues es innegable las semejanzas que guardan con no pocas poéticas que fueron sus contemporáneas.

3.- Glosar rupestre

Glosar rupestre, título de Jorge Aguilera López, se erige como un homenaje a la propuesta y la protesta cultural encabezada por aquellos músicos. En éste, las canciones que la cuidad le grita al poeta adquieren una musicalidad propia. Poemas, algunos de ellos finamente asonantados, en los que se atisba un desgarbo, una crudeza que hace del verso una verdadera rasgadura. Se trata de un libro sumamente sugerente que debe leerse con detenimiento para hallar los ecos, las reminiscencias y las presencias que se aluden siempre a manera de glosa: comentario, explicación, apostilla.
La ciudad bien podría ser uno de los motivos principales de este libro. Una ciudad vista desde la palabra. En esto halla un vínculo con los juglares rupestres. La palabra “Glosa” en el título es significativa porque marca el derrotero que tomará el libro. No se trata de una repetición o de una adaptación de las letras del rock rupestre, es algo más complejo. Es, también, una crítica a este movimiento. De otra forma estaríamos ante un epígono, un imitador acaso. Pero quien se acerque al libro descubrirá que se trata de un poeta de vocación.
El vocabulario del libro es en parte antipoético. En parte porque Aguilera López  sabe cómo y cuándo detenerse, virar y recomenzar el camino para asir un lenguaje propio. Lejos estamos del lenguaje ñerito que profetizaba Parménides García Saldaña, pero no tan distante de los primeros antipoemas de Nicanor Parra.  Aguilera López nos recuerda, no sin razón, que la “pinche piedra / sigue victimando / al viejo, / al ebrio / a la puta, / al poeta / al asesino, / a Dios.” Concuerdo con los editores al señalar que se trata de “un libro que se arriesga como pocos en México, a abordar abiertamente con una postura popular de la poesía, el ejercicio lúdico y reflexivo de la tradición poética en la obra propia.” Acaso no hay mejores palabras: en este libro hay riesgo, hay sensatez, hay humor y la mezcla de estos es de sumo apetecible.
Desconozco cuánto tiempo gastó el poeta en conformar este volumen. Me niego a pensar que fue hecho en un lapso breve. Es un título muy cuidado, que delata una pluma observadora y paciente. (Quizá me equivoque, quizá fue elaborado en poco tiempo, lo que hablaría del genio del autor). Aunque un mismo aire de familia permea en todo el libro, cada sección es distinta de la precedente, y de la que deviene. Hay al menos dos poetas en Glosar rupestre.  En otra ocasión abordaré este punto. Baste decir que se trata de un libro que augura una propuesta fresca que merece ponderarse en beneficio de la poesía que se escribe hoy en el país. Una lectura necesaria para completar el panorama de la lírica mexicana reciente y comprender la complejidad de la misma. 

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